Decir,
en este mundo hay ciertas cosas que no logramos entender, es una ingenuidad.
Decir, en este mundo la mayoría de las cosas, las entendemos es una ignorancia. En efecto porque la diferencia real entre ingenuidad e ignorancia es mínima, o
suele parecerlo cuando la contextualizamos en historias que se desarrollan en
contextos poco comprensibles a pesar de aparecer con claridad ante nuestros
ojos del alma. No solo son los contextos de estas historias las que nos hacen
dudar de todo cuanto hemos vivido, y todo cuanto hemos aprendido, sino que son
esencialmente las caras, los lugares y las situaciones las que dan vueltas
en nuestros recuerdos, y aparecen con
tanta realidad, que la propia realidad a veces pareciera dejar de tener
sentido. De algo así se trata esta historia.
Ya mis ojos se habían cerrado, eso
de los motivos es algo de menos, cada noche encontramos uno distinto, o incluso
uno idéntico que sirve como un motivo nuevo. Da lo mismo, siempre se cierran.
Lo hacen quizás a causa de todo el cansancio acumulado, y todo lo negro que se
veía al comenzar, lentamente se transforma en colores y formas, en imágenes. Lo
negro empezó a fluir con mil imágenes y se disolvió dentro de ese cuadro, y
dentro de esa pared, así como dentro de esos pasillos, dentro de las vasijas y
los muebles a la orilla del pasillo. Confluye con la luz, clara al principio, y
ahora amarilla de tez oscurita, confluye en esas pequeñas flores de adornos en
el tapete de la pared, y lo hace ver como si fuera más malo, o por lo menos
como si su intención estuviera escondida, y como si te observara. Puertas de
madera, no muy altas, no muy bajas, no muy adornadas, no muy pobres, justo para
que quepa un susto, de esos que nos dan cuando somos chicos; y muchos de ellos
vienen acompañados de temores y pesadillas varias. Porque, ¿quién de nosotros
tiene solo un susto? Nuestras pesadillas multiplican nuestros sueños por miles,
ya que por cada sueño que tenemos, los miedos y los temores son cientos, y cada
uno de ellos, de esos que calan muy hondo, y sepa cada quien si más duele en
los huesos o más en el corazón.
En invierno los días son más
oscuros. Es más difícil que un susto nos agarre en pleno verano, y si así lo
hace, cosa que sin duda sucede (alguna vez hablaremos sin duda de las
pesadillas de las noches de verano), el susto o la posibilidad de ignorarlo, o
incluso la posibilidad de salir corriendo están mucho más a nuestro alcance. En
invierno es distinto. Nuestros pasos se hacen más lentos, cada uno de ellos es
más inseguro, el frió tiende a congelar los pensamientos, y la posibilidad de
caer muerto repentinamente no es tan mala cuando pensamos que la otra opción es
enfrentar nuestras pesadillas más profundas con plena lucidez. Una muerte en
invierno se olvida, se tapa, se sufre. Pareciera ser que aquí la muerte en
persona es la que nos comunica el fallecimiento de alguien; y por favor, seamos
claros, mantengamos una mente clara, no es la parca negra la que vemos ante
nosotros en su estúpido disfraz, sino que es el escalofrío en la piel, es la
imposibilidad de mirar, de pensar, de movernos. Es un sentimiento y un miedo.
No podríamos si quiera pensar o despedirnos, es algo que va más allá de nuestra
comprensión, algo que al contacto inmoviliza. Igual que esta historia.
El invierno cayó, tal como ya lo
había hecho hace más de un año. Hace cerca de dos meses que hacía mucho frio.
Los días se habían vuelto muy tristes, largos y oscuros, pero ya saben que nada
puede realmente aplacar el ruido del flujo de la existencia. Es así como llegue
aquí.
Afuera
los árboles corren por su vida desde mi perspectiva móvil, quedándose en su
lugar y no acompañándome a esta travesía que parecía ser parte de una rutina
vil y perversa, pero eso no era ninguna novedad. La luces también prefieren el
estilo luciérnaga y pasan así por la ventana, como bendiciendo su perspectiva
móvil. Yo iba sentado atrás por elección propia, necesitaba ordenar mis
pensamientos, o posicionarlos de forma estratégica, para que no salgan
disparados, como tantas veces suele suceder. Adelante iban otros dos personajes
de esta extraña vida. Dos de las personas que más conozco. Que a la vez pueden
constituir una de las razones por las cuales aparentemente más hay que
cuidarse. Porque, ¿cómo tenerles miedo a personas que no me conocen? Esas son
las que más fáciles son de vencer, o de convencer. Más miedo deben dar aquellas
que involuntariamente te han llegado a conocer quizás en las situaciones más
extremas. Son ellas las que conocen tus debilidades. Es por esto que en
realidad voy metido dentro de mí y es así también que mis oídos se han apagado,
para solo escuchar lo que hablan mis miedos y algunos de mis sueños. Las
piernas van pesadas, y mi espalda curvada e incrustada en el asiento. Con la
cara y los ojos mirando hacia afuera, sigo observando las escapadas de luces y
árboles así como la inquietante quietud, de los caminos.
¿El
destino de este viaje? Un cliente. Así de simple. Es por eso que más aún se
diluyen las razones de este viaje. Se pareciera perder en la negrura del
ensueño esa razón por la cual yo y mi amigo estamos haciéndolo. Más aún en una
noche tan oscura, en la cual lo mejor habría sido quedarnos en nuestras casas,
a esperar que alguna golondrina anuncie el próximo verano. Sin embargo, las
noches, y los días de invierno se nos aparecen como místicas e interminables.
Largas, como solo algunos cabellos suelen ser. Es casi imposible escaparse, y
saltar a un verano, o a una primavera. A estas alturas estaría conforme con un
otoño cualquiera, que guarde la nostalgia de algún verano perdido en el olvido.