No
recuerdo esta calle, murmuraban mis pensamientos. En el momento mismo, cuando
me preguntaba porque no había antes conocido tal calle, en tal trayecto tan
conocido y habitual, escucho el sonido lejano de una Guitarra. El sonido se
asomó unos diez metros más abajo, calculaba yo, por la puerta entreabierta de
una casa que se encontraba al costado correspondiente al oeste.
Detenido
donde estaba, en la vereda este, carcomida por los años, los choques, los
terremotos y la lluvia, decidí bajar unos metros para ponerme a la altura del
sonido. Sonaba una guitarra folclórica con un arpegio en sol y una voz femenina
con un timbre conocido. Cierro los ojos, para tratar de recordar. El sonido es
envolvente, y aunque distante, tan claro que despejaba la noche fría y oscura
en el puerto.
Al
abrir los ojos una extraña sensación me sobrevino, que me hizo mirar a mí
alrededor buscando ubicación, o alguna otra cosa que no lograba hallar. Lo
traté de buscar en la cercanía y no lograba ubicarlo. Traté de mirar a lo lejos
y hacia el norte solamente había Mar y humo. Mire hacia los cerros en el sur y
me di cuenta de un detalle.
Las luces de
las casas en los cerros más alejados del plan de la ciudad habían desaparecido. El bosque ahora se
asomaba mucho más debajo de lo habitual. Ya detrás de las primeras casas del
otro lado de la Avenida se asomaban praderas y bosques. Observé las luces de
las lámparas de la calle y éstas ya no estaban, en su lugar había ahora unas
estructuras con lámparas que funcionaban con parafina. Más allá, estaba
estacionada una antigua Renoleta, de
cuya presencia no me había percatado. La música sonaba ahora más fuerte, creo
que el plan estaba menos ruidoso ahora.
No podía
explicarme lo que había sucedido. Me encontraba anonadado de sensaciones, y
seguía escuchando el canto tan conocido junto a la guitarra folclórica. Se
asomaba detrás de una puerta de una casa simple, debe ser la cuarta o quinta
bajando desde Avenida Alemania. La puerta era de madera y tenía algunas
terminaciones finas. La casa de color celeste, blanco o beige, no podía yo
saberlo con certeza. La curiosidad me intrigaba y ahora estaba yo a dos metros
de aquella puerta que se encontraba entre-abierta. Lancé una última mirada en
dirección al océano y me di cuenta que los buques militares, “estacionados” en
el molo tradicionalmente, ya no estaban. Dándome cuenta de lo que estaba
viviendo, me di cuenta que yo debía entrar en aquella casa. La puerta
entre-abierta era un símbolo, un signo, un indicio y me decía debes entrar.
Aunque comúnmente no se entre a casas ajenas, si es que no se es un ladrón de
moradas, era esta una ocasión fuera de lo común.
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